La misteriosa desaparición del último muralista mexicano

Segunda parte

Daviel Reyes

El viejo teléfono de disco llevaba rato sonando, resignado, sin que nadie lo atendiera. Los rayos del sol de medio día iluminaban en tonos sepia el pequeño estudio rodeado de vegetación que, como si se tratara de un oasis, servía como refugio del ajetreo de la ciudad, a pesar de que se encontraba sobre Desiderio Pavón, a un costado del arco sur. Desorden intrínseco, pintura regada por todos lados. Pinceles en el suelo, en las mesas, sobre los caballetes, en las ventanas y en los platos sucios que se acumulaban en el fregadero como expectantes; como aguardando pacientemente a que su único usuario regresara a retirar los frijoles secos que se endurecían sobre ellos desde quién sabe cuántos días. Artesanías de barro, piezas con motivos prehispánicos y desteñidas pinturas de años pasados subsistían aferradas a las paredes inmutables. Polvo de varias semanas acumulado en los marcos de las ventanas. Un ejemplar de El Xalapeño y uno de La Jornada Veracruz se decoloraban sobre la mesa junto a una mohosa taza de café a medio tomar. Un mandil de mezclilla negro deslavado y lleno de pintura reseca yacía sobre el suelo frente a la puerta de entrada: era el único signo de que alguien faltaba. Por tercera vez en la semana el teléfono dejó de sonar.

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Periodista y editor habían abandonado las instalaciones de El Xalapeño y caminaron hacia el centro, dejando atrás la avenida Ávila Camacho. Sabía Lucio Ferrer que su amigo tenía la vieja costumbre de conversar los asuntos importantes fuera de su despacho, lejos de cualquier oído indiscreto. Nunca sabes cuando tu oficina está cableada, le había dicho Rey hacía algunos años, en esta chamba y como están las cosas, hay que cuidarse más de los amigos que de los enemigos, remató con el cigarrillo aún en la boca. Pasearon un momento por los bajos de Palacio Municipal. Aunque la tarde era agradable, Rey sostenía un paraguas negro y fino en la mano derecha, a manera de bastón, balanceándolo casi marcial, adaptándolo a su paso. Invítame a un café, dijo en tono casi de orden. Siempre te invito yo, Rey, ya te estás mandando, protestó Ferrer. Pues sí, que se diga algo de ti, que para eso te pago bien, más de lo que a cualquiera de tu fuente. Más de lo que a casi cualquier otro reportero en la ciudad, agregó burlón. Me pagas más que a todos porque yo soy periodista, no reportero, objetó Ferrer con sonrisa torcida. Que me invites un café, te digo, sentenció el otro mientras se sentaba en una de las mesas externas de La Parroquia. Ambos ordenaron expresos. 

La desaparición de Melchor Peredo no es casualidad, dijo Rey luego de dar el primer sorbo a su pequeña taza, Rodolfo Mendoza cree que detrás hay algo mucho más oscuro. ¿Por qué lo cree? Ferrer no había tocado su café. Porque el maestro sigue siendo una figura muy importante en algunos círculos de la alcurnia académica veracruzana; le preocupa, nos preocupa, que su repentina ausencia tenga fines políticos o hasta electorales. Pero Melchor hace mucho que solo se dedica a enseñar y a pintar y a seducir jóvenes mujeres, Ferrer por fin se interesaba en la conversación y la disfrutaba, no entiendo quién querría utilizarlo o desaparecerlo. Eso, mi rey, es exactamente lo que urge que averigües. 

El camarero había puesto frente a ellos un plato con picaditas de salsa roja y verde, Ferrer tuvo que admitir que olían delicioso. ¿Ya reportaron su desaparición a Locatel? No estoy para tus bromas pendejas, Rey le arrojó una mirada homicida. Solo intento hacer la vida más placentera, replicó el periodista sin disimular su diversión. Miraron ambos a la gente que caminaba relajada por los pasillos de Palacio Municipal y el edifico Nachita. La vida solo es placentera para los cínicos como tú, Rey volvía a estar de mal humor, ¿no dijo Kapuściński que los cínicos no sirven para este oficio? Moduló Ferrer una sonrisa para sus adentros. Su editor continuó: El maestro Melchor perteneció siempre a grupos izquierdistas, incluso participó de forma más o menos directa en distintos movimientos políticos. No solo pintó murales sumamente disidentes y provocadores, también era amigo de las personalidades artísticas más influyentes del país. Era un bon vivant, una especie de rock star de la cultura. Hoy, tenerlo de tu lado o quitarlo de en medio podría ser un movimiento clave dentro de algunos sectores de la política. Cierto que fue una leyenda, Rey, el periodista interrumpió hablando entre bocados, pero eso fue hace mucho, ya a nadie le interesa la izquierda, es más, en este pinche país ya ni existe. Su editor lo miraba irritado, todas las leyendas viven, querido, y yo necesito que te asegures que la de Melchor Peredo no está siendo amenazada. 

¿Qué quieres que haga exactamente? Que hables con la gente que lo conoce, con quienes lo asisten, con quienes trabajan con él, ¿ubicas a Agustín Miranda? Sí, es un intelectual distinguido y arrogante, como todos los intelectuales, respondió Ferrer. Pues es la última persona que lo vio, también es quien avisó a Mendoza de su desaparición hace un mes, él sería un buen punto para comenzar a investigar. El periodista terminó su café. Disfrutó del aire primaveral que movía los árboles del Parque Juárez. Pensó de repente en la muchacha de los lentes grandes y en un tuit que hacía unos días le había dedicado: Hay momentos en los que la vida te coloca a la misma distancia de huir o quedarte para siempre. 

Esto puede ser muy bueno, Rey lo trajo de vuelta a la realidad, ya conoces mi instinto, se inclinó sobre la mesa y bajó la voz, con eso y un buen trabajo de investigación, de esos que sueles hacer muy de vez en cuando, esto será una bomba con las elecciones tan cerca. Un tipo de pretensioso traje de corte genérico salió del palacio municipal, fumaba. Se detuvo a unos metros de ellos y discretamente arrojó al suelo lo que le quedaba de la colilla del cigarro. Había intentado guardar prudente distancia para no ser advertido pero no escapó de la obsesiva mirada del periodista que, un poco bastante paranoico, nunca dejaba de observar a su alrededor cuando estaba en un lugar público. Notó Ferrer que un mendigo se apresuró a recoger la bacha y la llevó a su boca. Tenía el pantalón lleno de hoyos y de manchas color marrón, su cabello estaba completamente enmarañado, tenía un golpe purpúreo en un pómulo y cargaba un costal de nylon a la espalda. Se percató también que los ojos del vagabundo se clavaron directa y tenazmente en el plato donde había quedado una picada huérfana y fría. Hizo Ferrer una señal al camarero, iba a pedir que le sirviera una orden de picadas y un café al hombre pero éste, alarmado, aseguró su costal a la espalda y se alejó a toda prisa del lugar. Caminaba, pensó Ferrer antes de olvidarlo, como solo lo hacían los derrotados, como solo lo hacían los hombres conquistados.