Daviel Reyes

Cuando llegó al estudio ubicado en Desiderio Pavón, la luz de la tarde todavía era intensa y rojiza, impregnaba el azul del cielo fragmentándolo en tonos que iban del magenta al naranja profundo. Nadie en la entrada le impidió el paso o preguntó a quién buscaba. Anduvo por el largo pasillo lleno de vegetación hasta toparse con los ventanales repletos de polvo y pintura. Comprobó que, tal como lo había mencionado Rey, la puerta estaba sin seguro. Entró con cautela en el lugar, con todos los sentidos alerta, como un lobo que rastrea a una presa. Levantó del piso un delantal de mezclilla negro, sucio, hecho bola justo frente a la puerta. ¿Salió a prisa?, ¿tenía miedo? Recorrió la pieza con la mirada, los rayos naranja entraban por la ventana y proyectaban sombras duras, oscurecía. Pinceles por todos lados, unos incluso dentro de un bote de pintura reseca. Habitación desordenada pero armoniosa, inspiraba creatividad. Fotografías viejas, viejas como las cicatrices en las manos del maestro. Ferrer lo había entrevistado una vez y le pareció un monstruo: un tipo simpático, buen conversador; de esa gente que sabe mucho más de lo que sus labios dicen, un hombre que ha visto, vivido, bebido, comido y cogido mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Recordó también, sin poder contener una sonrisa de ironía, que aquella ocasión sintió celos por el trato seductor que Peredo le había dedicado a Jazz Maldonado. Viejos tiempos, pensó, puta nostalgia. Puta vida. Miró los bocetos sobre la mesa, revolvió los papeles mientras tarareaba Fuimos de Adriana Varela y pensaba en el pasado. Espero que se trate de uno de esos casos de abducción alienígena, sugirió el subconsciente. Ferrer no respondió. En uno de los estantes con artesanías de aspecto prehispánico encontró un ejemplar de La dominación masculina de Pierre Bourdieu, lo hojeó, no pudo descifrar la letra del con la que el maestro había hecho algunos apuntes en los márgenes de casi todas las páginas. Cerró los ojos y se concentró, los aromas saltaron a su nariz: humedad, moho, comida podrida, solvente de pintura; un ligero rastro de bergamota, jazmín y limón llamó su atención. ¿Era perfume lo que olía? El lugar había quedado casi en penumbras pero no quiso encender la luz. Ninguna otra cosa le pareció de interés. Afuera comenzaba a llover. Salió de ahí intentando memorizar el último aroma percibido, improbable para el lugar. 

Pasillo en tinieblas, silencio absoluto, goterones copiosos. Había dado algunos pasos enfilando hacia la calle cuando un inesperado buenas noches a su espalda le disparó el corazón y lo hizo saltar. Al otro extremo del pasillo, en una de las pequeñas casas al fondo de la propiedad, una figura femenina lo observaba desde el marco de una puerta. ¿Se le ofrece algo? La voz era dulce, amable, pero guardaba recelo. Necesitó Ferrer un instante para que el puso en sus oídos se estabilizara, luego afinó la vista y contempló la silueta de la mujer, alta, robusta, con curvas pronunciadas y bien trazadas, llevaba un vestido holgado, sandalias y tenía el cabello crespo recogido en un chongo al centro de su cabeza, con algunos mechones que caían sobre su frente. Entonces relajó los instintos profesionales y su rostro adquirió una expresión amable, desanduvo el corredor y se ubicó frente a ella mostrando de modo instintivo una sonrisa encantadora pues, como buen periodista, poseía el don de entablar conversaciones con cualquier extraño, y si el extraño era una mujer mejor.

Estoy buscando al maestro Melchor, intentó mostrarse inofensivo, mirando directo a los ojos desconfiados de la dama. Ella seguía resguardada en su pórtico y parecía estudiarlo. Soy periodista, ahora había puesto cara de falso buen chico, trabajo para El Xalapeño, desde hace tiempo he querido entrevistarlo para hacer un reportaje sobre su obra, pero no he tenido suerte. Ella se apartó del umbral y con una sonrisa discreta, mirando hacia el suelo, lo invitó a pasar para resguardarse de la oportunísima lluvia xalapeña. Aceptó Ferrer, orgulloso de ser un mentiroso profesional. 

Ya en el interior, el periodista estudió la vivienda y a la mujer. Acogedora y discreta la primera, con acabados muy rústicos, limpia y modesta. Madura la segunda, pasando los cuarenta años, con ojeras bajo los párpados, rostro cansado, mirada profunda, cautivadora, muy alta, debía medir un metro ochenta por lo menos. Se sentó Ferrer en un pequeño taburete y aceptó el café que su anfitriona le ofrecía. Me llamo Luciana, le dijo desde la cocina, vivo aquí hace 10 años y nunca ha pasado un día sin que don Melchor no me tire una flor, es lo que más extraño. Ferrer miraba una fotografía que adornaba la mesita de centro, en ella se apreciaba a la misma mujer pero con menos años, no tan interesante, pensó, con la simpleza de la juventud; ahora, a sus cuarenta y tantos, Luciana lucía una belleza con más aplomo. ¿Cómo que no está?, ¿a dónde habrá ido?, ¿cuándo regresa? A Ferrer siempre le había ido bien pretendiendo ser el que no sabe. Pues no sé a dónde fue, dijo la otra sentada frente a él, cruzando la pierna generosamente, simplemente un día dejé de verlo. Él siempre llegaba muy temprano a su estudio, saludando, coqueteando, preguntándome cuándo lo iba a dejar pintarme desnuda, y luego se ponía a trabajar y no lo veía hasta la noche. Así todos los días, sin una sola falta. A veces platicábamos en el jardín, o tomábamos café, es un viejo muy amable e inofensivo. ¿Te dijo algo?, ¿pensaba irse?, ¿alguien extraño lo vino a ver? La de Ferrer seguía siendo una mirada atenta, era fácil confiar en él. Siempre se quejaba de que estaba cansado, continuó ella, que aquí nadie valoraba su trabajo ni su genialidad, que un día iba a mandarlo todo a la chingada. Pero no se llevó sus cosas, enarcó Ferrer las cejas, ni siquiera terminó su comida. Creo que tuvo que ver con que le estaban exigiendo que pintara algo, Luciana se inclinó para servir más café y el periodista olfateó su cabello, aroma afrutado con notas muy intensas de moca, no se parecía al que había detectado en el estudio. Ella notó el gesto y respondió una cohibida sonrisa. Yo no entiendo mucho de eso, pero creo que alguien le estaba exigiendo que pintara en algún lado algo que él no quería pintar. Ató cabos Ferrer. ¿Sabes quién podría darme más información sobre el maestro?, ¿en qué estaba trabando antes de irse? Tal vez sus estudiantes, dijo ella, siempre lo visitaban jóvenes que venían a aprender de él. 

Afuera la lluvia había amainado y la noche era más oscura. Un silencio abisal invadió la sala de estar. El periodista se preguntaba si en realidad se hallaba frente a una historia. En un momento, los ojos cansados de la mujer se posaron casualmente en Ferrer, que la miraba desde el taburete con la taza en la mano. Se contemplaron ambos por más tiempo del necesario. ¿A qué te dedicas, Luciana? Soy barista. Con razón el café está exquisito. ¿Quieres más? Me encantaría, podría tomar un café así todas las mañanas. Pues cuando guste, joven. Sonrió entonces el periodista, había tiburones que sonreían así. Más silencio, miradas extendías, largas como las piernas de la mujer. Se levantó ella y, rosando ligeramente la mano de Lucio Ferrer al pasar, se encaminó hacia la habitación. El otro la siguió, con la confianza de un gato a la espalda de un ratón distraído. Se sentía en buena forma, contento de estar vivo, feliz con su profesión. Sabedor de que su juventud y su experiencia constituían la ecuación perfecta. Consciente de que, al menos por esa noche, la búsqueda de Melchor Peredo había terminado. Seguro de que, a la mañana siguiente, seguiría disfrutando del excelente café de Luciana la barista.