La misteriosa desaparición del último muralista mexicano 

Cuarta parte

Daviel Reyes

El ensordecedor aguacero que caía sobre la maleza del jardín diluía la densa oscuridad. Los sonidos de la madrugada le retumbaban en el pecho, angustiosos como fantasmas. Luz escasa, sus pupilas dilatadas intentaban adaptarse a los exiguos reflejos del farolito que se esforzaba por iluminar el área común. Susurros graves y copiosos, dos voces distintas. Fueron los pasos precipitados a lo largo del pasillo los que lo habían despertado. Respiración contenida, sus músculos tensos. Recorría con la memoria toda la propiedad, intentando recordar las posibles rutas de escape. La lluvia seguía cayendo implacable sobre el tejado, empapando los ventanales. Más murmullos, masculinos todos, órdenes indescifrables. El latido de su pulso crecía, la sangre golpeaba en sus oídos y le impedía escuchar con claridad. Se incorporó en silencio en la oscuridad, sabía que estaba desnudo, fue agachado hasta la ventana, corrió discretamente la cortina para echar un vistazo al jardín. Sombras impresionistas proyectadas contra la pared del fondo, como las de Nosferatu. Tum, tum, tum, tum… su corazón quería reventarle en el pecho. ¡Crack! Una cerradura se abría, botas irrumpiendo en la propiedad de junto. Han entrado al estudio de Melchor Peredo, se dijo hacia lo más profundo de sus adentros. ¿Para qué? Hace un mes que no se para por aquí. ¿A caso esta gente no lo sabe? Shck, shcukkk… corte de cartuchos. ¿Por qué se necesitan dos hombres armados para buscar al último muralista mexicano?, ¿quién los manda?

Volvió la mirada y contemplo a Luciana la barista que, desnuda como él, dormía sin enterarse de lo que ocurría. Fijos sus ojos en ella, atentos sus oídos en el pasillo, se descubrió excitado de pronto. Erección involuntaria, inoportuna pero placentera. ¿Era el peligro lo que lo excitaba?, ¿o era el brillante y espeso triángulo de vello púbico que, entre las piernas de Luciana, se mostraba insubordinado, húmedo todavía con la mezcla de semen y fluidos vaginales. A prisa y en silencio se colocó el pantalón, procurando regular su ritmo cardiaco, consciente de que la única arma de la que disponía era una cabeza fría. Descalzo abandonó la habitación, sabía que unos pies desnudos eran más silenciosos. Se arrastró por la sala de estar sin encender la luz y, con la espalda pegada a la pared, alcanzó el pórtico; por primera vez pudo verlos: uno montaba guardia en la entrada del estudio mientras que el otro, exhibido por las ventanas sin cortinas, hurgaba entre las pertenencias del maestro. ¿Qué buscaban?

Sintió Ferrer un escalofrío recorrerle la espina dorsal cuando pudo apreciar la Kalashnicov AK-47 que sostenía competentemente el hombre de la puerta. Permaneció inmóvil estudiando la situación. No había muchas rutas de acción; incluso si lograba sorprender al de la entrada, resultaría imposible madrugar al otro. Además, intervino el subconsciente, ¿qué vas a hacer?, ¿sabes usar un cuerno de chivo? Eres periodista cultural, papito, no un personaje de alguna novela de Élmer Mendoza. Determinó que lo mejor sería esperar a que se fueran, no parecía probable que revisaran las casas vecinas. 

Entonces ocurrió la desventura.

En un instante que duró una eternidad, la luz inundó la sala y un crujido en los dientes de Ferrer anticipó la desgracia. ¿Qué haces ahí? Luciana se había despertado. La reacción del periodista fue convulsa, felina, corrió hasta ella y la jaló hacia el piso, intentando alcanzar el apagador en el mismo movimiento. 

Muy tarde.

¡Allá, que no se pelen los hijos de la chingada! El de la puerta fue el primero en adelantarse. ¡Rá-ta-tat-tá! breve ráfaga de balas que destrozó la cerradura. Una patada estrepitosa derribó lo que quedaba de la puerta de madera. Luciana había quedado inmóvil en el piso, junto a su mesita de centro, tensa, sollozando. Entonces Lucio Ferrer maldijo su suerte, se arrepintió de haberse dejado llevar por sus deseos. Los descuidos salen muy caros, ¿cuándo dejarás de pensar con el pito?, el subconsciente no perdonaba. Se vio de pronto Ferrer ante una decisión difícil: por un lado la profesional, la de salvar el pellejo, huir velozmente y sin pelear, procurando la supervivencia; por otro la instintiva, la natural, la de la protección de la hembra, la de quedarse para ver por Luciana. 

Todo pasó muy rápido. 

Se incorporó Ferrer con un movimiento de resorte, miró al hombre que le apuntaba con la Kalashnicov y calculó, disponía de un precioso instante antes de que llegara el otro. Tranquilo, compa, dijo levantando muy lentamente las manos, llévate lo que quieras, no hay pedo. El sicario observó brevemente el lugar, distracción que fue aprovechada por el periodista que, como si se tratase de una serpiente acorralada, le lanzó a la cara el portarretrato que adornaba la mesita, acertándole al ojo derecho. Quiso disparar el otro, amartillando su ametralladora pero Ferrer, que era rápido de reflejos, se abalanzo sobre él, golpeándolo en la nariz con el puño izquierdo y atizándole los testículos con la rodilla derecha. Se desplomó entonces el gatillero, gimiendo de dolor y resoplando el orgullo herido. Recogió Ferrer la AK-47 y corrió  hacia la puerta destrozada, permaneciendo oculto en un costado, aguardando a que entrara el otro. Se sorprendió éste, una vez hubo franqueado la entrada, de ver a su compañero en el piso. Entonces Ferrer lo golpeó en la nuca con la culata de la metralleta, dejándolo de inmediato fuera de combate. Qué bonita que es la vida a veces, dijo el periodista para sí mismo. 

Caminó tenso, valorando el peso del arma en sus manos, hasta que se ubicó frente al primer sicario que poco a poco recobraba las fuerzas. No te muevas, cabrón, le dijo Ferrer intentando no reírse de sí mismo y de la situación, ¿qué chingados hacen aquí? El hombre en el piso no respondió, solo le arrojó una mirada vacía. Notó Ferrer que su respiración se estabilizaba, que el sujeto de la entrada estaba completamente noqueado y que Luciana se levantaba. Contéstame, hijo de la chingada, ¿qué se traen con Melchor Peredo? Se sentía agotado Ferrer, la adrenalina se disipaba y el peso de la Kalashnicov resultaba abrumador. La boca seca, tensión en su espalda, dolor en los oídos. Sintió ganas de tomar de la mano a la mujer y salir de allí, quiso abandonar el periodismo, olvidar sus pretensiones de investigador y su gusto por la literatura policiaca pero ¿para qué otra cosa servía?, ¿a qué otra cosa podría dedicar su vida? Entonces un golpe seco en la sien le nubló la mirada. Sintió cómo las corvas se le doblaban y experimentó el sufrimiento que provoca el aire cuando poco a poco abandona los pulmones. Mientras caía sobre su costado izquierdo alcanzó a ver el cuerpo de Luciana junto a él, sosteniendo en la mano derecha un martillo lleno de sangre. Disfrutó por última vez las curvas pronunciadas y exquisitas de la barista antes de que todo se volviera negro. 

Olor a café, sudor frío.

Olor a café, sudor frío. 

Tenía rato despierto pero no podía moverse. 

Latido acelerado del corazón. 

Grito que poco a poco se abre camino desde el estómago hasta la punta de la boca. Grito de terror contenido que explota de repente. Se incorporó con brusquedad y palpó preocupado su cabeza. No le dolía, no había golpe ni rastro de sangre. Estaba desnudo en la cama, empapado en sudor pero ileso. 

Olor a café.

Luz de día, trinar de pájaros. Alguien ha estado teniendo pesadillas, dijo Luciana al entrar a la recámara. Llevaba una charola con dos tazas de porcelana y un Aeropress con café recién hecho. Vestía un albornoz rosa con transparencias en los senos. Su sonrisa iluminó la habitación.